¡Ahí están las Olimpiadas! Una vez más, las naciones de todo el planeta envían a sus representantes para una competición polideportiva. Como telón de fondo, el dulce ideal del Barón de Coubertin, Pierre de Frédy: “Lo que importa no es vencer sino competir”.
Cuando los equipos entran al campo, es costumbre entonar los himnos de las naciones que se presentan. Perfilados, los argentinos cantan:
– “Coronados de gloria vivamos…
¡o juremos con gloria morir!”.
Los gloriosos polacos explotan con los pulmones llenos:
-“Polonia aún no desapareció,
Mientras nosotros vivamos.
Lo que la violencia extranjera nos ha quitado,
con el sable recuperaremos”.
No parece nada muy deportivo… El tono marcial calienta la sangre y sugiere un próximo combate. Y si fuere la selección francesa, la cosa se agrava, pues la “Marsellesa” anuncia:
–El estandarte sangriento se ha alzado.
¿Escucháis vosotros en las campiñas,
rugir a esos feroces soldados?
ellos vienen hasta vuestros brazos,
¡A degollar a nuestros hijos y compañeras!
¡A las armas, ciudadanos!
¿Será que el barón se equivocó al respecto de las verdaderas intenciones de los atletas? El fútbol es tal vez el mejor ejemplo de esa equivocación. Si no, veamos…
El campo (de batalla) se divide en dos territorios: el “nuestro” y el “adversario”. El juego se desarrolla con ataque y defensa. Ataque y contra-ataque. Se trata de alcanzar el blanco enemigo y proteger el propio blanco, donde lucha el guarda vallas, esto es, el guarda trincheras.
La bola (los portugueses dicen “pelota”) es un eufemismo para evitar términos como bomba, obús, misiles o baldes de aceite hirviendo. Quien hace muchos goles es un artillero, soldado de artillería. Un chute fuerte es un tiro, un cañón, un balazo. En el medio campo, los armadores (¿armas?) proveen de municiones a los atacantes. Cuando se trata de un partido eliminatorio, lo conocemos como “muere-muere”. ¿Y entonces, barón?
En los márgenes del anfiteatro, otros dos ejércitos. Una legión de fanáticos vestidos con los colores nacionales, armados de espadas y palos, entonan gritos de guerra. En los países civilizados, durante todo el tiempo de la disputa, policías armados están de espaldas a la batalla, intentando evitar conflictos entre esas hordas de hinchas. Como cristiano lanzado a las fieras, el pobre árbitro intenta inútilmente cohibir los excesos agresivos con dos delicadas tarjetas coloridas. Y nadie puede impedir las referencias ofensivas a su infeliz progenitora.
Al final de la guerra un grupo se declara vencedor. El otro siente el sabor amargo de la derrota. Si hay empate, es sólo esperar la revancha, pues los combatientes prometen volver y comenzar todo de nuevo.
Como diría el irónico barón, “más alto, más rápido, más fuerte”…