El placer de hacer bien hecho

Publicado por Sebastião Verly 12 de septiembre de 2012

 

Confucio decía que al hombre que le gusta su trabajo no trabaja un día de su vida. Trabajar, o en latín tripaliare, que ven de tripalio, un instrumento de tortura. Todos mis trabajos, de niño hasta hoy, fueron y son hechos con mucho amor y una necesidad soberana de hacer las cosas bien hechas. Dicen que el perfeccionismo es un grave defecto, pero siempre logro concluir mis obligaciones con la satisfacción de haber hecho lo mejor que pude.

Es por eso que me gusta narrar mis experiencias. Estoy atento a las dosis de vanidad, que mis mejores amigos dicen ser un sentimiento natural humano y por lo tanto, pertinente a todos nosotros, pero quiero contar más de sesenta años de vida de trabajo serio. Probablemente contaré historias muy simples, pero en esencia traen excelentes recuerdos.

Quiero contar, por ejemplo, sobre los tiempos en que fui recauchador en una gasolinera al lado del camino, en la salida de mi pequeña ciudad, Pompéu, en Minas Gerais, en este país donde es común que los niños tengan que trabajar para poder sobrevivir.

En el Posto Jussara, en el año 1955, yo trabajaba con orgullo y placer. Sea como bombero, lavador de autos o recauchador. Hoy cuento mi actuación como recauchador. ¡Yo quería ser el mejor recauchador del mundo! Y aún más, quería agotar todos los aprendizajes que me propiciaba la función de recauchador.

Con catorce años de edad yo tenía una fuerza impresionante y un estilo aún mayor. Aprendí a cambiar los grandes neumáticos traseros de tractor y mientras estaban vacíos – yo solo – lograba levantarlos junto al muro y calcular el punto en que la válvula debería quedar para colocar el tercio de agua necesario para estabilizar la máquina.

Dejaba todo listo y dispuesto para acoplar y atornillar en el tractor con la ayuda del operador cuando él llegase al puesto para llevar la máquina. A mí me gustaba mostrarle a todos los que pasasen por ahí la manera que descubrí para ejecutar solo una tarea aparentemente tan compleja.

Yo hacía las reparaciones de la cámara de aire como un artista: raspaba cuidadosamente el caucho, pasaba el pegamento y recortaba el “retazo” especial. Lo colocaba en la chapa caliente de la máquina y le pasaba talco sin perfume por encima. Me mantenía alerta para esperar los justos diez minutos de cocimiento, apagar la máquina, dejar enfriar y retirar la cámara perfecta, como había salido de la fábrica. La llenaba de aire, la llevaba al tanque lleno de agua y comprobaba que la pieza estaba perfecta. Sí, un remedio perfecto. El niño con exagerada confianza simplemente decía para el dueño de la cámara: señor, si me muestra dónde hice el reparo el trabajo es gratis, ¡no paga por el arreglo! Todos tuvieron que pagar, porque ni siquiera yo podría haber dicho dónde hice el reparo.

Un día apareció por la ciudad un humilde conductor desempleado venido de una localidad mayor, sólo me acuerdo que lo conocíamos como Maruco. Fue él quien me enseñó a hacer remiendos. El remiendo era hecho de neumáticos viejos recortados para ser usados como protección en el interior de los neumáticos que rodaban con algún corte para que él no “mordiese” la cámara de aire y la perforara.

Con la orientación del forastero mandé a hacer una herramienta de corte, curva, con dos puños de madera en las extremidades, compré dos cuchillos de pescar bien grandes y cuando no tenía nada que hacer me dedicaba a la confección de remiendos. Con la nueva herramienta que desarrollé, desbastaba el caucho de las cámaras de aire de camión, después completaba con el cuchillo el acabamiento fino para que la pieza se ajustara perfectamente, sin bordes o aristas, dentro de los neumáticos.

Era un dinero extra que yo juntaba para darle regalos a mi madre en su cumpleaños y en navidad. En ese tiempo, felizmente, por lo menos en interior, no teníamos televisión, y no existía la costumbre de dar regalos en el día de las madres.

Todavía hoy, recuerdo las palabras y elogios de los camioneros que me compraban el producto cuando llegaban a la exageración de decir: “llega a doler poner una pieza tan bien hecha a rodar dentro de un neumático viejo”.

Yo guardaba el pago en el bolsillo, mientras lo que más me agradaba era el placer de hacer bien hecho. Este mismo orgullo tengo hoy día, con más de setenta años, al narrar mis experiencias como trabajador manual hace más de medio siglo.

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