Rendijas de solidaridad – parte III Zoraide y Beatriz, amor incondicional
En la víspera del juicio en la Auditoría de la Cuarta Región Militar, me buscó un abogado llamado Afonso Cruz, quien venía de Belo Horizonte y defendía algunos presos políticos. Él me pidió que hospedara a Zoraide y a su hija de un año y medio, una niña linda de cabellos ondulados color miel, llamada Beatriz. En casa, en el sofá, ya estaban Isa y Humberto, por lo que fue una confusión. Coloqué a Humberto en un colchón en el suelo de la sala y en el sofá para dos durmieron Isa, Zoraide y su hijita, muy mañosa, por coincidencia.
Zoraide venía de Santo André, en el hiperindustrializado ABC paulista, era obrera de fábrica y, según su abogado, Afonso, venía al juicio sólo para cumplir una formalidad, pues ya había cumplido pena en exceso en la Operación Bandeirante, OBAN, una cosa similar a la Gestapo nazi en São Paulo, y no había la menor posibilidad de que ella tuviera que cumplir una pena mayor.
Fue una gran sorpresa e indignación al final del juicio, cuando Zoraide fue condenada a seis meses más. Ella no podría ir para el Presidio de Linhares, pues no había dependencias femeninas y como no tenía curso superior, por la ley brasileña no tendría derecho a una prisión especial, como tuvieron las “chicas del Servicio Social”, Marilda, Rosangela y Mariléa que cumplieron sus penas en el Instituto João Emilio, en la Casa da Providencia y en el Colegio Santa Catarina, instituciones tradicionales de caridad y enseñanza en Juiz de Fora.
Zoraide fue para un cuartel de presos comunes en Santa Terezinha, hasta que la Justicia Militar decidiera transferirla para una penitenciaría femenina de presos políticos. Bia se quedó conmigo. Yo no tenía ninguna experiencia en cuidar niños, y la pequeña lloraba sin parar. Geninho la mecía, la sacudía, la acurrucábamos y ella gritaba: ¡Mami! Ella dormía de cansancio, de tanto llorar. ¡Estábamos desesperados!
Bia era muy inteligente y habló muy rápido, debía ser una resiliente. Fueron algunos días de sofoco, yo ni siquiera pude trabajar, con Bia llorando día y noche. Decidí llevar a la niña para ver a su madre en el cuartel. Fue mucha brutalidad, ellas se vieron por las rejas y Zoraide ni siquiera pudo tomar a Bia en sus brazos. Allí mismo tomé una decisión, y fui derecho con la niña a buscar al Juez Dr. Mauro Seixas Teles.
Por uno de esos golpes de suerte del destino, el Dr. Mauro tenía una relación de trabajo conmigo. Él dirigía las Obras Sociales de la Iglesia Nossa Senhora da Gloria. Yo, como asistente social, junto con Badinha y Cristina, cuidábamos de los pareceres técnicos para definir las subvenciones sociales de la Municipales que eran decididas por el Consejo del Trabajo y Bienestar Social. Antes de los pareceres, visitábamos los proyectos, conversábamos con los dirigentes, en fin, hacíamos el trabajo típico de asistente social. Y yo había dado el parecer favorable a la obra que el Dr. Mauro dirigía y que resultó en una importante destinación de dinero.
Cuando le expliqué el drama de Zoraide y Bia, él se conmovió y Bia fue decisiva. Ella no lloró, pero dijo en un lenguaje infantil: ¡El soldado encerró a mi mamá! El lado humano de ese juez saltó a mis ojos y yo tuve coraje de proponerle que proporcionase una prisión especial para Zoraide en un jardín de infancia, en la Avenida dos Andradas. Era administrado por las Hermanas Vicentinas. También en función del trabajo del Consejo, yo tenía óptimas relaciones con el jardín, que también había recibido subvención de la Municipalidad debido al parecer técnico de asistentes sociales y no a la influencia del clientelismo político, que con Itamar Franco, conseguimos sepultar. El jardín era un ejemplo de cariño, limpieza, un ambiente más adecuado para que Zoraide cumpliera su pena: Bia tendría contacto con otros niños y Zoraide podría también ayudar a las hermanas a cuidar a los otros niños.
El Dr. Mauro pensó que era una solución perfecta, pero me confesó sus limitaciones para tomar esta decisión sin un respaldo mayor, y sugirió que fuéramos juntos y lleváramos a la niña Bia hasta el Arzobispo don Geraldo Maria de Morais Penido, que residía en el Palacio Episcopal, en la elegante Avenida Rio Branco. El Dr. Mauro buscó su carro, un escarabajo, y fuimos hasta el arzobispo. Bia se portaba con elegancia, bien apegada a mi regazo.
El Juez le contó toda la historia a don Geraldo y pidió que él solicitara la prisión especial para Zoraide en nombre de la caridad cristiana, y así él podría deferir el pleito, con mayor respaldo para evitar complicaciones junto a la Promotoría y cosas afines de la Justicia Militar. Por esas fuerzas de la comunidad del destino, don Geraldo Maria de Morais Penido era Consejero del Consejo Municipal del Trabajo y Bienestar Social y con él yo tenía una relación de trabajo que facilitó el entendimiento.
Ni siquiera acabamos de tomar un café, y don Geraldo dijo: vamos nosotros tres y la niña, todos juntos a visitar a las vicentinas de la Casa Maternal Maria Helena. Imaginen la sorpresa de las hermanas, con visitantes tan ilustres. Primero una conversa yéndose por las ramas conducida por el obispo.
…”Ustedes conocen bien la historia de San Vicente, él no discriminaba a nadie… y ustedes, seguidoras de él, tampoco pueden discriminar… Todos saben que ustedes aquí reciben a hijos de mujeres “de la vida”, y ciertamente van a acoger a una presa política, que no robó, no mató, sino que luchó por la libertad…”
De repente, para mi sorpresa, don Geraldo se inflamó e hizo un discurso afinado con la izquierda para convencer a las hermanas para que recibieran a Zoraide, que aceptaron sin ningún contra-argumento la nueva misión. Inmediatamente, Zoraide fue transferida para la Casa Maternal Maria Helena y se quedó ahí por seis meses.
Después entra en escena una gran figura humana llamada Ademar, que venía siempre de São Paulo. Él dio mucho apoyo, cariño y estímulo a Zoraide y se ganó el respeto y amistad de todos nosotros. “Sin saber que era imposible, fue allá y lo hizo”. Todas las veces en que me vi frente al desafío de quebrar reglas y paradigmas, inclusive aquellos con “leyes”, yo me acordaba de que bajo la égida del sentido moral es que debemos conducir nuestros actos y siempre llevé esta experiencia para toda la vida: yo, el juez y el obispo, bajo el sol de mi ciudad natal, conducidos y conmovidos por la inocencia de Bia, fuimos quebrando paradigmas.
La lección de la pequeña Bia es una lección de amor, humanidad, pero sobre todo de fe. En algunos momentos, por determinados estímulos, el lado bueno y luminoso que existe en todo ser humano fulgura y actúa.