Durante los primeros tiempos de la Iglesia de los cristianos, todavía bajo el Imperio Romano, ya era visible la necesidad de alguna organización humana para el buen funcionamiento de las comunidades, que crecían en número y se multiplicaban. Con el progreso de la evangelización, los apóstoles ordenaban presbíteros y diáconos incumbidos en celar por el rebaño, pero su tarea pastoral no era ejercida de una forma libre.
Después de Constantino, la Iglesia, aún minoritaria en la sociedad, estaba distribuida en cinco patriarcados, cada uno de ellos con su propio Patriarca en la dirección: Roma – la sede de Pedro-, Jerusalén, Alejandría, Antioquía y Constantinopla.
Es natural que esta división, sujeta a presiones de carácter político y nacionalista, generase algún tipo de tensión. Daniel Rops, en su “Historia de la Iglesia”, recuerda el decreto del Concilio de Constantinopla (381 d.C.), según el cual “el Obispo de Constantinopla tiene el primado de honra después del Obispo de Roma, porque Constantinopla es la nueva Roma”. Como telón de fondo, preocupaciones imperiales…
Hoy, con el planeta habitado por seis billones de personas, de las cuales 1,2 billón son católicos, algunas voces levantan la hipótesis de restaurar una institución que atienda mejor a las exigencias locales. Tal restauración, que compartiría el poder papal con los demás patriarcas choca con el actual estatuto del Vaticano. Para el periodista francés Jean-Luc Pouthier, es la hora de cuestionar si la mejor forma de gobierno para la iglesia es la actual, con toda su administración reunida en ese micro-Estado y bajo la presión del “entourage” italiano.
Según Puthier, la pérdida del poder político del Papa verificada en el Siglo XIX, habría sido compensada por el crecimiento de su presencia al mando de la Iglesia. Y más: el propio Benedicto XVI tendría consciencia de que esta “reingeniería” de la función pontíficia ya no sería la más adaptada a la realidad actual, en pleno siglo XXI, cuando un realineamiento colegiado de la administración y del poder atenderían mejor al extremo pluralismo y a la diversificación humana de nuestro tiempo.
La cuestión tiene muchas aristas. Una de ellas, nada despreciable, se relaciona a la unidad de la iglesia y a la fidelidad al magisterio apostólico. Bien próximo de nuestro muro, verificamos la rápida fragmentación de la Iglesia Anglicana generada por la duda y la falta de firmeza en aspectos éticos y disciplinarios. La figura del Papa romano, que algunos rechazan como “imperial”, ha sido exactamente la salvaguardia contra los conocidos males generados por una cepa de democracia que somete la verdad, la moral y las costumbres al voto de la mayoría.
¿Todavía queremos un Papa?