La banda pasa tocando cosas de amor. Para en la plaza. Frente a la banda, sentado en su cajita de lustrador, un niño moreno, de sonrisa clara y mirada brillante ve el espectáculo, ajeno a todo y a todos a su alrededor, como si la banda tocase para él. Solamente para él.
Doy un paso hacia enfrente y quedo ante el joven, contemplando su éxtasis. Todo es música; los ojos del muchacho son música. La sonrisa del niño es música. El alma del niño es música, dulce melodía. Todo el niño es sonido, vibración; la más pura y tierna canción.
Sigue la banda, sigue el cortejo, sigue el joven. La caja, ahora en el hombro, es su pistón.
Para la banda, para el cortejo, para el joven. La caja, de pie, se transforma de nuevo en banquito frente a los músicos. En medio de Aquarela do Brasil, nuestras miradas se encuentran. Sonríe. Sonrío. Y el resto de la presentación pasamos unidos por una magia secreta. Al final, me aproximo. Paso mi brazo sobre sus delgados hombros y continuamos el secreto.
Cuando retorno a mi lugar, el joven se levanta y va hasta el maestro. Estoy saludando al homenajeado. Una manito de pluma me toca el codo sin ninguna palabra. Me doy vuelta. Y soy inundada de luz, de la luz que irradia de los ojos del pequeño. La banda ya comienza a ejecutar la canción Amigos para Siempre. En ese instante, escucho su voz en un casi susurro musical:
-Esta es para usted.
Le doy la mano. Todos se dan las manos, formando una corriente de amistad. Cuando la banda se va, el niño de nuevo se transforma en lustrador. Agarra su caja y sigue su destino.