La teología clásica siempre realzó la impasibilidad de Dios. Un Dios inmóvil en el eje de la Creación, immotus in se permanens. Por ser eterno e inmutable, Dios estaría vacunado contra las pasiones, sentimientos y emociones humanas. Los teólogos sonreían con la comisura de la boca al leer los pasajes del Antiguo Testamento que mostraban a un Dios celoso, arrepentido o iracundo. Parece que tenían razón. Al menos hasta la encarnación del Verbo, el Hijo de Dios nacido de la Virgen María…
Cuando Jesucristo visita Betania, “la casa de aflicción”, en hebreo, al cuarto día de la muerte de Lázaro, nuestra concepción al respecto de Dios pasa por una notable transformación. En el versículo más corto de todo el Evangelio (Jn 11, 35), frente al túmulo de su amigo, Jesús lloró. El verbo griego empleado por el evangelista Juan no es el verbo normalmente usado para decir simplemente “llorar”, sino que debería ser traducido como “se derramó en lágrimas”. Y eran las lágrimas de Dios…
Como observa Marko Ivan Rupnik, “esos versículos referentes a las emociones de Cristo ante la tumba de Lázaro colocaron, algunas veces, a los Padres de la Iglesia en dificultades, pues influenciados por una mentalidad estoica, casi no lograron conciliar aquello que consideraban una expresión de debilidad con su dignidad de Hijo de Dios, y buscaron, de alguna forma, circunscribirla. Aquí estamos ante una especie de manifestación tangible, de testimonio concreto de la verdad dogmática de la encarnación proclamada en el prólogo: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1, 14). No solamente su “qué”, sino también su “cómo”.
Sí. Jesús lloró. Y eran las lágrimas del hombre…
Es con la boca abierta de espanto que la humanidad descubría hasta qué punto era amada por Dios: hasta el inimaginable rebajamiento de Dios – su kénosis – en la Persona del Hijo que asume nuestra naturaleza frágil, falible, sensible. No admira que varias herejías hayan nacido de la dificultad de hacer un acto de fe en el realismo de la Encarnación. Era más fácil reducir la humanidad de Jesucristo a una simple “apariencia”. De hecho, muchos prefirieron tratar la Encarnación del Verbo como una leyenda piadosa.
Por otro lado, cómo es consolador acoger la inesperada revelación de que Dios se conmueve con nosotros, lo im-pasible se mostraba com-pasivo: ¡un Dios a nuestro alcance! Al encarnarse, Jesús se reviste de un cuerpo como el nuestro: por eso él tiene hambre y sed, por eso se cansa, suda y sangra. Asume también un psiquismo igual al nuestro: por eso siente añoranza, manifiesta afecto por los pequeños, por eso se irrita y entristece, se conmueve y… llora.
A partir de ahora, todo lo que es nuestro le interesa a Dios: nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestros sueños y pecados. En las lágrimas del hombre-Dios se reflejaban nuestras propias lágrimas. Lágrimas humanas.
Es también Rupnik quien comenta: “Las lágrimas, como indica nuestra espiritualidad, son una realidad compleja. Pueden ser lágrimas de egoísmo ofendido, de orgullo herido, de tristeza, o también lágrimas de impotencia ante una tragedia. Pero pueden también ser lágrimas de compasión, de un amor que asume el dolor y la tragedia del otro, y que sufre con quien sufre. Pueden ser, incluso, lágrimas del penitente, que se transforman en lágrimas de perdón, de gratitud por ser perdonado. Y pueden ser las lágrimas del padre que abraza de nuevo al hijo que estaba muerto, pero que volvió a la vida”.
Después de Betania – ¡antes del Calvario! – Ya sabíamos que la promesa de un “Dios con nosotros” había sido cumplida. Desde entonces, cada vez que la vida hiera y muela nuestro corazón, podremos llorar sin vergüenza ni humillación, pues Dios lloró primero…