Si usted es adelantado en la calle por una persona en una corrida desmedida, no se apresure igualmente juzgándola como un maleante en fuga. Si grita llamando a la policía corre el riesgo de equivocarse. Puede ser simplemente alguien que se prepara para las Olimpiadas de Rio-1916…
El ideal olímpico revela una visión optimista del hombre: “más alto, más rápido, más fuerte”, altius, citius, fortius, en el latín del Barón de Coubertin. Como paño de fondo, un acto de fe en la capacidad humana de permanente superación, como si no existieran límites para lo humano. Algo semejante a aquel impulso que llevó a Ícaro a las alturas. Consideremos su desenlace funesto como un simple accidente de trabajo.
El perfil psicológico del atleta puede sugerir unos trazos de exhibicionismo. Al final, su sueño íntimo es acabar en el podio, coronado de laureles y hoy, también de oros. A la vista de todos, bajo aplausos y elogios, fotografiado y elevado a los titulares y a las pantallas de TV, el vencedor saluda a la platea entusiasta, manda besitos y sueña con la recíproca. En el fondo, el competidor anhela veinte segundos de adoración, travestido de semidiós.
Es verdad que este sueño es democrático. Todos pueden alimentarlo. En nuestros días, incluso hasta los llamados “deficientes” son invitados a demostrar su “eficiencia” en los Juegos Paraolímpicos, donde brotan héroes de las más profundas limitaciones. Es posible conmoverse con el escenario del baloncesto en silla de ruedas y del fútbol para ciegos.
Lo que nos lleva a otro aspecto notable de la psicología del atleta: el ascetismo, el auto sacrificio para el perfeccionamiento. Hay incluso quien afirme que en nuestros días el antiguo ascetismo de los santos y de los eremitas quedó restringida a los atletas y deportistas: ella se manifiesta en la dureza de los entrenamientos, en la vida sobria, en los músculos rotos, en la amplia dedicación en busca de mejores marcas y resultados. Son verdaderos “sacrificios” libremente asumidos en nombre del espíritu olímpico. Por este espíritu, profesiones son abandonadas, matrículas congeladas, novias olvidadas…
Claro que como todo en este planeta humeante, existe el lado negro de la historia. Se lamenta el fraude del doping: el uso de substancias prohibidas para mejorar el desempeño y romper records. Se verifica también la utilización política del atleta. En las olimpiadas de 1936, en Berlín, se pretendía demostrar la superioridad de la raza aria a través de los resultados, pretensión deshecha por el negro norteamericano Jesse Owens en la prueba de los 100 metros planos. Más recientemente, en plena guerra fría, atletas del bloque soviético recibieron dosis exageradas de hormonas, lo que resultó en muchas victorias, alteraciones de sus características sexuales y cánceres mortales.
Además, mortales somos todos nosotros, inclusive los héroes de la Olimpiada. Después de la victoria, Jesse Owens se ganó la vida con exhibiciones, corriendo contra atletas locales y e incluso contra caballos. Fumante, moriría el 31 de marzo de 1980 a los 76 años de cáncer al pulmón.
Parado en un semáforo en rojo, usted ve al futuro competidor que pasa corriendo. No se ría de él. No se percibe externamente, pero arde en su corazón el mismo fuego que Prometeo robó del Olimpo. Él no se resigna a no ser dios. Si dependiese de ese ordinario mortal, todos nosotros seríamos dioses. Aunque sea con una prótesis de carbono substituyendo las piernas comunes, él proseguirá corriendo, saltando
¿Sabe por qué? Él es humano…