Cuando muere un gorrión…

Publicado por Antonio Carlos Santini 16 de junio de 2014

Maurim murió.

Nandim siguió el cortejo al lado de su madre.

Debajo del cielo de octubre, sentía el sudor corriendo por su mano. Seis meses de sequía habían quemado toda la vegetación. El pasto se había transformado en paja seca.

Las plantas de maíz eran lanzas resecadas acusando al cielo inclemente.

La madre apuraba a Nandim:

-¡Vamos, niño!

Iban subiendo la colina en busca de la sombra fresca del árbol de aceite, cuyas ramas daban abrigo a todos esos sufridos fieles. Su enorme silueta en el horizonte era la garantía del sosiego final de la jornada. Muertos y enterrados, serían todos consolados por el canto de los zorzales y de los tangarás amarillos.

Al frente de Nandim, el padre llevaba el pequeño cajón de su hermano gemelo, muerto a los cinco años de edad. Recto como un jequitibá, el padre quiso cargar solo el cuerpo del niño.

Sin el sombrero de fieltro, dejaba ver en el rostro la musculatura tensa, los ojos de hielo, sin lágrimas. La línea del pómulo era tan recta como la comisura de los labios. A pasos largos, el padre llevaba su fardo.

* * *

En la vigilia, Nandim no había dormido. El entra y sale de los visitantes le robó el sueño. Vecinos, parientes distantes, amigos de escondidas, todos venían a mirar el cajoncito de Maurim. Cubierto con una colcha dorada hecha de flores de cambará, el hermano parecía dormir. Daban ganas de pincharlo con el dedo. Tal vez despertase de su profundo sueño…

Cada visitante, hacía las mismas preguntas. Eran las mismas respuestas. Maurim había pisado en un clavo oxidado. Dijeron que había sido un molde de queso olvidado en la calzada de la fábrica. Maurim no lo vio, pisó en el clavo. Casi no sangró. Pero quedó con miedo de contar y llevarse una golpiza. El padre vivía diciéndole que no anduviera descalzo…

Dos días después ya no podía andar. Lo llevaron para la ciudad vecina, pero el doctor del hospital no encontró más recursos: el tétano vino con violencia y robó el almita del niño distraído.

Ahora, en su camita de flores, él parecía aún más distraído. Nandim podía gritar libremente que su compañero de fiestas en la orilla del Pitangueiras ya no respondería más. Dentro del pecho, sentía un vacío enorme, que nada más podía llenar por el resto de su vida.

* * *

El sol de octubre fusilaba en el azul indiferente.

Llegando del cortejo, el portón del cementerio rechinó suavemente cuando lo empujaron. En el rincón del horizonte, surgía un hilo de neblina, fibrillas de algodón. El señor Nhonhô ya había cavado la sepultura y se apoyó en el muro apoyado en el palo del azadón. Después de tantos años, ya se acostumbró con esa especie de ritual: gente cabizbaja, mujeres llorosas, hombres de sombrero en la mano. El corazón todavía dolía, pero era la vida…

El coronel rico y el borracho de la villa, todos terminaban democráticamente en la misma cima del cerro. Nandim estiró el cuello y vio que su hermano, ya cubierto por la tapa del cajón, bajaba al fondo del agujero. El padre continuaba firme y seco. La madre sollozaba bien bajo. Nandim también se contuvo. El pueblo fue pasando, lanzando algunos terrones que se deshacían al golpear en el pequeño ataúd.

Era el adiós…

* * *

Caía la noche, sin prisa. En la silla mecedora, el abuelo parecía dormir. Nandim buscó con la mirada perdida los ojos perdidos de la madre.

-Mamá, ¿Maurim no va a volver?

-No, hijo.

– ¿Nunca más?

– Nunca más…

– ¿Por qué se fue?

– Dios se lo llevó. Necesitamos aceptar la voluntad de Dios…

En ese momento, el abuelo carraspeó y se irguió, haciendo gemir el mimbre de la silla.

-¡Nada de eso! ¡Dios no quería la muerte de nadie!

Se hizo un profundo silencio. Sá María miró desde la cocina. El padre, en la terraza, se volvió hacia el abuelo, que amenazaba a la madre del niño muerto con su dedo largo y fino.

-¡¿Cómo creer que el buen Dios iba a querer que un niño muriera de esa forma?! ¡Todo lo que ocurrió fue culpa de un irresponsable que dejó una tabla con clavos en el camino de Maurim! ¿O ustedes están pensando que nosotros somos marionetas y Dios está allá encima tirando las cuerditas?

-Nandim, con coraje, preguntó:

-Abuelo, ¿y Dios no hizo nada cuando Maurim murió?

El viejo miró lejos por la ventana de cortinas azules, y respondió:

-Sí, hijo mío, Dios lloró…

* * *

Afuera, mansamente, comenzaba a llover…

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