Señor Padre, me confieso ante Dios… ¡porque maté!

Publicado por Sebastião Verly 16 de abril de 2019

padre

Quiero contarle primero al señor, que en aquel tiempo Brasil pasó a ser gobernado por un dictador y tenía un ministro que era de aquí de nuestra ciudad. Tenía una hacienda bonita y fue el primer criador de zebu de la región. Decía que tenía una biblioteca con más de 150 mil libros. Dicen que fue él quien escribió la famosa polaca, la constitución de la dictadura. En aquel entonces el llegaba con pantalón corto bien apretado. Ese era su estilo, su marca. Yo nunca entendí por qué usaba esos pantalones. Un día vino a buscar una persona simple para que cuidara su biblioteca allá en Río, 150 mil libros! Yo no sabía ni contar esa cantidad. No quise. Quien aceptó fue el Chico, un negrito humilde que no aguantó quedarse ni un año allá en Río. Yo y mi familia continuamos siendo amigos del todo poderoso. Él allá y nosotros aquí. Siempre que el doctor llegaba por aquí, nos hacía, aunque fuera de pasada, una pequeña visita. Era su manera de mantenernos en su partido, que siempre elegía a un político de la familia. Si le cuento todo esto señor padre, es porque fue con ese ministro que aprendí algunos trucos en la vida.

Yo me ganaba la vida haciendo servicios de puerta, las leídas de la casa de un grandulón que llegó por aquí no se cómo ni por qué. Trabajaba sin permiso de trabajo, el que, en aquel tiempo, nadie tenía. Sólo el personal de los bancos era fichado con permiso. Ellos iban para la capital y llevaban una carta en el papel con el nombre del banco para sacar el permiso. Era un librito café. Yo ya trabajaba hace algún tiempo para ese extraño y nunca soñé con tener el tal permiso. En mi familia nunca nadie lo tuvo. Yo solo lo conocí por el apellido: Gouveia. El señor Gouveia, con dos metros y un centímetro de altura por los cuales siempre hacía alarde, era muy insolente. Por dejar caer una paja o a cambio de nada distribuía golpes. Le plantaba la mano en la oreja a cualquiera. ¡Él era abusador señor padre! Vivía maltratándome, me decía pobre, miserable, don nadie, flacucho y unos nombres que ni sabía bien lo que significaban. Yo siempre dije: él puede insultarme con esas estupideces, pero si se atreve a levantarme la mano… Mis colegas se reían y me molestaban: “Vas a tener que hacerle un hoyo en las bolas porque como eres tan bajito es la única parte que vas a alcanzar”.

¿Me creería señor padre que el hombre tuvo la idea de golpearme? No lo pensé dos veces. Yo tenía un cuchillito que le decíamos cuchillo de punta. Ya no se usan más en estos días. Tenía el mango todo adornado. La punta larga y afilada servía para sacar el bicho de pié. Parecía puñal. Fue la cuenta. Metí el cuchillo en lo alto de su barriga con la intención de matarlo. Él se despachó ahí al frente mío. De ahí viene el remordimiento que me acompaña hasta hoy. Muero un poco cada día.

Pero quise decir que fue el ministro que orientó a mi familia. “¡Desvaloricen el crimen!”. En la respuesta al telegrama de mis hermanos, él enseñó: “Busquen al peor abogado de las ciudades de ahí cerca”. Eso porque en ese tiempo aquí no había ningún abogado. No lo conseguimos, pero tuvimos suerte, porque un joven de aquí que después se hizo famoso porque llegó a ser diputado y ocupó altos cargos en el gobierno del estado, acababa de graduarse de abogado. Mi familia consiguió sus servicios. Fue el primer jurado del doctor y nunca oí hablar de otro.

En el forum, ¡salón lleno! Los soldados Rafael y Sebastião me condujeron al salón del jurado. Al lado del fallecido, solo un oficial que vino de una ciudad vecina y la viuda. Nunca tuvieron hijos. Por lo menos nadie supo nunca si tenían.

Era 19 de Marzo, día de San José. Yo aprendí con mi padre a no creer en Dios ni mucho menos en santos, pero el doctor creía, le imploró al padre de Jesús y salí libre en un caso muy raro, ¡siete a cero! Sin derecho a apelación.
Quiero que usted y su Dios me absuelvan. Puedo hasta pedir perdón señor padre, pero arrepentido de verdad no estoy, porque hasta el día de hoy creo en la justicia que hago con estas manos. Debe ser mi ignorancia…

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