El día en que fui portaestandarte

Publicado por Sebastião Verly 21 de febrero de 2020

O dia em que fui porta-estandarte

Retomo mi pasión por el carnaval en 1960 en Belo Horizonte.  Me arreglé bien, raspé los nacientes hilos de barba, me perfumé y fui para allá, al punto inicial, en el comienzo de la Avenida Afonso Pena, la principal de ciudad, cercano al terminal de buses antiguo, que quedaba donde está hasta hoy el polémico terminal que quieren transferir. Las escuelas y blocos subían por la calle Curitiba, una de las calles oblicuas a la Avenida Afonso Pena para, al frente, entrar en una perpendicular y ocupar nuestra avenida principal con mucho ánimo.

En las clases pobres la fiesta era más por la animación. Llegaban en las partes traseras de vehículos, pagando el pasaje individual y desfilaban una semana antes en las calles de la ciudad sin ninguna necesidad de que el órgano de tránsito cerrara las vías, que dicho sea de paso, no era caótico como lo es hoy en día. Si fuese necesario, el bloco o cordón se movía hacia un costado y el carro que necesitaba, pasaba lenta y tranquilamente, disfrutando el clima.

El confeti, y un poco menos la serpentina, volaban sueltos para todos lados. En los blocos, hombres corpulentos  bajaban de sus camiones con los lanza-perfume Rodo, el menor, y Rodouro, el mayor, en la mano para jugar con los peatones y conductores. Lanzaban besos y hacían payasadas. En 1961, el entonces presidente Jânio Quadros prohibió el lanza-perfume para todos y para siempre.

Me olvidaba de las horas viendo tanta alegría.

Yo, con 18 años de edad, elegante y perfumado, me creía lo máximo ahí en el centro de la ciudad viendo el mayor espectáculo de la Capital. Miraba a todas las mujeres imaginándome que ellas estuviesen encantadas conmigo. Todos “daban bola” a todos. Las diferencias sociales eran abolidas sin ninguna filosofía.

En ese ambiente fue que comencé a flirtear con la porta-bandera de la Unidos da Brasilina, una negrita un poco más vieja que yo y que, además de ser muy bella, era muy simpática. ¡Cómo se bamboleaba la jovencita! Traía el estandarte al suelo y lo llevaba para lo alto. La batería se distanciaba un poco y yo siempre andaba de espaldas, siempre con los ojos puestos en mi negrita. Ya la consideraba mía. Ella sentía mi energía y me la devolvía doblada,  así me fui mezclando con el conjunto de la escuela y de vez en cuando me aproximaba a aquella mujer encantadora.

Logré hablar algunas palabras pero no tenía certeza si ella oía. Mientras tanto, el lenguaje casi lujurioso transmitió el recado. Antes de entrar en la Avenida, creo que llegaba por la calle Tamoios, había un bar con mesas, cervezas y masas. Durante las dos cuadras me mezclé con la escuela de samba e intenté tomar la bandera que ella llevaba y comencé a balancearla desordenadamente, aunque yo pensaba que lo hacía maravillosamente. En eso, otra carnavalesca me tomó las manos del estandarte y nos sacaron para fuera delicadamente. Salimos y nos sentamos en un bar para tomar una cervecita con derecho a agarrar la mano, unos besitos y un “agarrón” más apretado. ¡Pero juro que quedó en eso!

Pero, en mi ficha-currículum guardada para siempre en mi memoria y también para los amigos más gozadores, consta que ya fui porta-estandarte de una escuela de samba… por algunos segundos, claro.

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