XXI – Necesidad de enamorarse

Publicado por Bill Braga 9 de junio de 2022

Abro mis ojos y una vez más la escena se repite: Valeria acostada en la  cama a mi lado, yo en el suelo, en el mismo cuarto, la misma TV, las mismas puertas. Cómo eran igualas aquellos días que porfiaban en no pasar dentro de la clínica prisión. Ya no aguantaba más la monotonía, más de lo mismo. Más encima yo ya había salido, había respirado los aires de la libertad por poco tiempo, hasta que me encerraron nuevamente. Había paseado por las calles. Ah, qué falta me hace la masa de personas, la belleza de andar sin rumbo espiando cada mirada, cosechando inspiración en cada esquina, poetizando el mundo. Era como una metamorfosis, yo me liberaba de aquella forma que me prendía, de esa oruga mediocre y ordinaria que fui. Adquiría alas, abría las puertas de la percepción, y no quería más que ser yo mismo – pasear y poetizar. ¿Eso era un síntoma de insanidad? Como leí en algún lugar, loco es ser sano en un mundo tan enfermo…

Fragmentos. Pensamientos  no lineales, conexiones. Miro más allá de lo visible. No hay remedio que me “cure”. Dos puertas en mi cuarto. Una siempre abierta que da al corredor, de conexión con mis camaradas de diferentes especies. Abierta, siempre lista para recibir una visita, sean sanos o insanos. Allí era la vía de acceso de mi universo, todos están invitados a pasar por esta. La otra siempre cerrada. Sé lo que hay al otro lado. La puerta cerrada es el icono de la segregación y de la castración que me intentan imponer.

A esa altura, mucho ya fue dicho, inter-dicho, desde la víspera de aquel carnaval en el que viajé con mi novia. ¿Actual ex? No sé por qué caminos ella anda, obscuros son mis recuerdos. Ella estuvo aquí, no viene más. Entre un soplo de libertad y la vuelta a la cárcel, nos vimos. Me acuerdo de flashes. No quiero que ella se borre de mi memoria, ella todavía vive en mi corazón. Pero no está más aquí. ¿Será que no va a venir más?

Tatiana tampoco está aquí. Ni siquiera su voz susurra en mis oídos. Ni siento su presencia en el escalofrío de mi piel. Me privaron de su compañía. Ni la dulce carioca Sandra, ni nadie más… Estaba privado de los amores que perturbaron e inflaron mi corazón. Pero no estaba solo, aún. En la otra puerta, la cerrada, había alguien al otro lado.

No era solamente alguien, era alguien especial. Alguien que aplacaba el dolor de estar. Me acurdo del día en que estaba aislado en el patio, en uno de los quioscos musicalizando en la guitarra las penas de mi ser. Era siempre un momento de alegría. Me sentaba en cualquier quiosco y rasgueaba, cantaba, exorcizaba mi dolor. Compartía con quien quisiese, y de a poco algunos se acercaban, cantaban, oían, sonreían. Ese día la vi de lejos en el otro quiosco. Ella estaba allá. Parada, inerte, la mirada melancólica, mirando sin ver, reflejando la tristeza del alma. Yo tocaba y me fijaba en ella. Pero las melodías no surtían efecto sobre ella, no había armonía entre ella y el mundo, parecía entorpecida. Por fin, decidí sentarme a su lado, yo y la guitarra. Ella me miró desconfiada. Y rasgueé un poco más, intercambiamos algunas palabras. Qué bella era la tristeza reflejada en sus ojos.

Al otro día yo esperaba sentado que se abriera el portón que daba al patio. Ella llegó, astuta, y se sentó a mi lado. No hablamos mucho, solamente nos miramos. Y un beso fue la respuesta natural de nuestras almas perturbadas. De ahí en adelante, ella, Fernanda, se tornó mi compañera de cárcel. Y ella estaba allí, atrás de la puerta cerrada. La puerta que separaba el último cuarto del ala masculina, el mío, del primero del ala femenina, el de ella.

El simple hecho de saber que ella estaba allí, al otro lado, aplacaba la soledad y la pena de estar aislado, cautivo. Un ingrediente más en esta sopa de locura. Pobres poetas, esclavos de sus corazones volátiles, de la necesidad de enamorarse constantemente.

Apoyado en esa puerta cerrada escribía algunos desahogos, en la espera de ser oídos un día:

“En el momento presente encontré a una mujer linda, cuyo nombre no puedo revelar, que podría ser la mujer de mi vida. Sólo que las personas no nos dejan encontrar. Esa es la sensación de quien vive en una prisión. Hombres y mujeres no pueden conversar en paz, sin segundas intenciones, sólo para pasar el tiempo juntos. A fin de cuentas fuimos hechos para amar. Cada uno ama a quien quiere de la forma que quiera. Sólo aquí en la Pinel es diferente. (…) Eso es absurdo, pero todo bien, la vida continúa. Yo quería verla a toda costa, parecía que mi vida dependía de esa visita inusitada. Pero era sólo el AMOR, volviendo a manifestarse en mi vida. Sin presiones, sin psicosis ni neurosis. Sólo el amor en su más simple manifestación. Amor por los amigos que hice aquí, amor por Ella, mi musa inspiradora, que me dio ánimo para escribir estas páginas. Sin querer faltar el respeto del dueño de la clínica, ¡que se joda! Hombres y mujeres merecen compañía del sexo opuesto. Pero la vida en las clínicas no es tan simple. Existen profesionales remunerados para evitar el contacto. Ellos cumplen sus deberes mientras nosotros, hombres románticos, quedamos desorientados. El amor es así, nos agarra del brazo en la hora que menos lo esperamos. Las mujeres me engañan, como ustedes verán en la secuencia. Pero espere un poco. La quiero a ella ahora, pero no se puede. ¿Y ahora? ¿Qué hago? Escribo. Intento relajarme escuchando buena música. ¿Qué más puedo hacer? Hacer nada. Escribir sobre lo inefable, intentar desahogar las penas de un corazón partido, cansado de ser pisado y maltratado.

Y me invadían los versos inmortales del poetita camarada, Vinicius de Moraes:

“Para eso fuimos hechos
Para eso fuimos hechos:
Para recordar y ser recordados
Para llorar y hacer llorar
Para enterrar a nuestros muertos –
Por eso tenemos brazos largos para los adioses
Manos para cosechar lo que fue dado
Dedos para cavar la tierra.

Así será nuestra vida:
Una tarde siempre a olvidar
Una estrella a apagarse en la tiniebla
Un camino entre dos túmulos-
Por eso necesitamos velar
Hablar bajo, pisar leve, ver
La noche dormir en silencio

No hay mucho que decir:
Una canción sobre una cuna
Un verso, tal vez, de amor
Una oración por quien se va –
Pero que esa hora no olvide
Y por ella nuestros corazones
Se dejen, graves y simples.

Pues para eso fuimos hechos:
Para la esperanza en el milagro
Para la participación de la poesía
Para ver la faz de la muerte –
De repente nunca más esperaremos…
Hoy la noche es joven; de la muerte, sólo
Nacemos, inmensamente”.

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