No hay nada más para decir sobre la monótona monotonía de los días de cárcel en esta clínica. Ni la guitarra, ni el hecho de haber conocido a Fernanda, nada aplaca el dolor de estar… Porque no es el dolor de ser o de existir, sino el dolor de no poder ser plenamente, de existir como un ave con alas cortadas y cadenas prendiendo las patas. Sin hablar de las rejas de la jaula que evitan cualquier mínimo intento de volar. La Pinel es mi jaula. Necesito volar, necesito salir, antes que me incorpore totalmente a la lógica lobotómica de este lugar. Antes que me vuelva un fantasma más deambulando por los corredores con los ojos vidriosos, sin sentimiento, sin alma, sin deseo, a la espera de la terapia de electroshock.
Uno de mis amigos internos, el joven Thiago, está transformándose en uno de ellos. Se queda mudo, encogido en el patio. Lo conocí a través de su novia, Sandra. Él era una persona de bien, consciente, crítico, pero nunca se adaptó. Fue diagnosticado como depresivo, como varias otras historias, la familia no aguantó, su destino, como el mío, fue ser encerrado. Después de muchos tratamientos fue para la terapia electroconvulsiva (eufemismo médico para no decir que dan shocks en la cabeza de los pacientes). La última vez que lo vi se limitó a decir: faltan sólo tres días para el shock… Él decía sentirse mucho mejor después de que las corrientes eléctricas atravesaban su cerebro. Quedaba días sin aparecer, cuando lo veía de nuevo, estaba como una ameba feliz. Esta es la lógica reinante en las clínicas: sea con medicamentos, psicotrópicos, electroshocks, terapias, la “cura” es casi siempre sinónimo de castración de la autonomía y adiestramiento. Yo no podía ser incorporado, no lo dejaría.
Creaba mis brechas, jugaba con mi propia locura, a veces me hacía el payaso. Estrategias para resistir al dominio psiquiatrizante. Ellos querían imponer una verdad. Yo fingía que aceptaba y resistía en mis ideales y principios. Mi visión de mundo, mi universo particular, mi espacio vital, allí ellos nunca llegarían.
Peleo casi todos los días con los enfermeros, meros sirvientes de los otros hombres de blanco. Me río con las amenazas que hago de invasión del ala femenina, causando alboroto entre ellos. Y a veces la invado, me siento en el sofá y veo televisión con las cautivas. Una de ellas, bellísima, de piel clara y cabellos oscuros, grita sin parar, llora. Yo sólo le lanzo una mirada, no condenándole, sino ganando su confianza. En la mirada me coloco en un nivel de igualdad, y los gritos cesan. No intercambiamos palabras, no lo necesitamos, nos miramos, ella se sienta y vemos TV. No es que la TV en sí me interese. Me interesa romper paulatinamente las barreras de esa prisión. Ganar la confianza de mis pares. El liderazgo que los machos ya sentían, frecuentando mi cuarto, contando chismes internos y abasteciéndome de cigarros, comienzo a construir del otro lado, con las hembras. Mi mayor interés en saltar para el lado de allá es por Fernanda. No logro soportar el vacío de sentimiento, el vacío del pecho. Ella, mi novia, parece haberse ido, pero Fernanda apareció.
No siempre podemos estar juntos, no siempre ella quiere conversar conmigo, no siempre logro invadir el ala femenina, y no siempre ella me mira. No, ella no puede ser la solución. Y eso me duele. Dolor sin cura. Solamente la libertad puede impedir que sucumba y me pudra por dentro. Agarro una vez más mis maletas y me siento frente al portón, el último obstáculo hasta la calle. Esta vez me quedaré allí, aquí, irreductible, hasta que mi libertad sea restaurada. Y también no como más. No es una cuestión de opción, es una opción de vida.
Mientras me quedo aquí, sentado en mi resistencia pacífica, a la espera de la luz de la libertad, me acuerdo del ángel más-que-tuerto, el genial Torquato Neto, que en el año 1970 escribía encarcelado en un manicomio, así como yo:
“todo continúa. continúa parado en el centro de mis especulaciones, y no sé decir si ya logré deshacerme de alguna de ellas. estoy muriendo, una vez más muero soterrado en mis perplejidades – no sé para qué estoy. y dejo andar. ¿es necesario sobrevivir? he logrado sobrevivir hasta aquí, pero… lo que vivo, lo que logro escribir, lo que puedo ir siendo son mis bienes. no dispongo de otros, lo que no soy me mata: así, asado, siempre: todo continúa como siempre, el mismo esquema para el fin, la misma vida de coco melado, la misma mierda. sólo dios me puede salvar, pero no conozco a dios ni sé dónde buscarlo. dije que estoy muriendo – una vez más. Vivo sólo para eso”.
Y mientras me siento en mi maleta, durante horas frente a un portón de hierro, me resta la única esperanza, vana aunque sana, que mis últimos días de miseria no sigan el mismo trazado de los de Torquato.