Todavía sentía aquella afasia, aquel distanciamiento del mundo real, donde todo parecía sin sentido y sin profundidad. Sentía la falta del amor, que yo proyectaba sólo en dos mujeres, sin saber que él está esparcido por el mundo, en los seres imaginables e inimaginables. Pero un día tomé la decisión. Sí, dar fin a esa existencia inútil de un ser que sobrevivía viendo televisión de espalda, no leía, no hablaba, no interactuaba. Decidí ese día, mientras me sentaba en la ventana de mi cuarto, mirando la oscuridad de la inmensidad en el suelo del edificio.
Suicidarse, dar fin a la propia vida es un acto que exige mucho coraje. Pensaba hasta dónde yo tendría consciencia, pensaba en mis pedazos esparcidos por el suelo, en mi familia desolada. Pero era la única salida que yo lograba ver en ese momento. Quería despegarme de este cuerpo, parar de sentir los dolores del alma y del corazón. En el computador dejé recados para cada uno de mis familiares, para arrullar los corazones ante el acto que se aproximaba. Yo no sentía miedo, pues para mí la vida ya se había acabado, mi amigo. Sin embargo, sentía compasión por los que se quedarían en esta vida cargando el trauma de un suicidio de un joven promisor en sus espaldas. Miraba el suelo y veía el infinito, imaginaba lo que pasaría si mi alma se despegaría del cuerpo, si yo iría para algún limbo, o directo para el Infierno… ¿Existiría infierno peor del que la no-vida que llevaba?
En un relampagueo casi alquímico mi corazón se despertó antes de tirarme de esa ventana. El amor despertó en mi Ser, a través de la figura de un niño. Mi hermano más joven, él no merecía vivir con esa cruz. Y como yo lo amaba, no quería abandonarlo, y menos de una forma tan violenta.
Y así miré por última vez el suelo del edificio de la ventana lateral, y volví al interior de mi habitación, mi universo particular. Si me preguntaras hoy: ¿por qué estás vivo?, te respondería: por el amor fraterno que me salvó en aquel día. Si los lazos con el mundo, amigos, familia, y todo lo demás estaban deshechos, hubo una fina pero profunda tela de amor que me impidió deshacerme del milagro de la vida. ¿Si lo agradezco? ¡Y cómo! Soy eternamente agradecido por poder continuar mi jornada y mis vivencias.
Creo que fue en este punto que me sobrepuse a la depresión. Pasé a no aceptarla más como dominante y fui retomando mi papel como ser activo. El proceso fue lento, incluyó vanos intentos de reconciliación con mis musas, pero de a poco mi corazón se fue abriendo y fue dejando el pasado en su lugar, proyectando nuevos caminos para el futuro. ¿Cuáles caminos?
No tenía idea mi querido, estaba sin empleo, pues no me aceptaban de vuelta en la UFMG, donde trabajé por cuatro años como Asistente de Pesquisa, tenía un Magister en progreso por terminar, sin saber cómo, me había alejado de mis amigos, sin ninguna convivencia social. Era como si mi vida fuera un computador reformateado. Ahora era la hora de realimentarla de datos y proyectos. Miedo, ninguno. Después que encaré a la muerte de frente, no le temía a nada más. Ese era mi gran triunfo en la batalla por el recomienzo.
Parece fácil leyendo esas palabras, pero fue duro. No sé cómo salí de la depresión, pero sé que fue cuando partí para la acción. Conseguí un nuevo empleo, fui a trabajar de vendedor de libros, o algo más noble, librero, y de a poco la vida pasó a fluir nuevamente.
Pero cuidado compañero, los hombres de blanco todavía están por ahí, y nuestro amor y alegría están en riesgo permanente. Digo eso porque acabo de retomar estas memorias, dos días después de salir de una nueva internación de casi un mes. Llegaremos hasta el camino que me llevó a ella, pero dejo un aviso. Nosotros, los “locos”, “malucos beleza”, argonautas, somos una minoría que tiende a ser catalogada de mediocre por la hipocresía científico-racional. Pero la caminata continúa y la batalla de todos los días es constante.